Aquella tarde como de costumbre me senté en una de las mesas de aquella,
vieja, hermosa, y oscura cafetería, entristecida
a punta de años resistiendo al anonimato en plena vista y en medio de la ciudad.
Como casi siempre, pedí mi “medio pollo” que como sabrán no es un pollo
partido a la mitad sino un especial tipo de café
Mientras sonaba en la radio una de esas canciones que escuchaba mi abuelo, melancólica,
desgarradora, de esas que se oyen con una navaja a mano, tomaba mi café aplastada por mi especial estado de ánimo, hundida en la labor de concentrarme en la lectura de un libro de
esos que acostumbro a cargar en mi mochila.
Siento una energía que me invade
Y es cuando me doy cuenta que a dos mesas de la mía, hay un señor que se da la tarea de observarme “disimuladamente”
con sus grandes ojos,el peso de su mirada me acosa de una forma tan increíble que en ese momento
pese a mi estado de animo, o a raíz de el me sentí desarmada como pocas veces en
mi vida.
El señor deja de mirarme y me sentí brevemente aliviada, el se levanta de su mesa y se dirige
a mí de forma rápida y decidida, es
cuando realmente me siento invadida y con ¡ganas de correr!
Y me pregunta:
¿Esta sola? ¡Que pregunta más
tonta claro que estoy sola!
¿Ah esperas a alguien? ¡No, no
espero a nadie!
El señor muy compungido me dice
¡Oh que pena!
¡Que habrá pasado por la cabeza de ese cristiano!